El cóndor y la virgen
Emilia Umaña completaba treinta y dos días sin dormir; los párpados se le habían pasmado; la piel de su rostro se resquebrajaba de a pocos y ya no se reconocía si estaba con los vivos o con los muertos. Lo que tampoco se sabía, era lo que causaba su insomnio; como estaba perdiendo la lucidez de sus días, no podía recordar cómo había empezado todo. Flavio, su esposo, estaba desesperado, puesto que su mujer se había convertido en una caja de huesos, que más parecía un alma en pena asomada en el balcón que otra cosa. Algunas veces le llegó a dar un susto de muerte que por poco le paraliza el corazón. Al despertarse en medio de la noche y ver a su Emilia inmaculada, ahí parada con su frondosa cabellera negra y un pijama virginal. La pobre Emilia no tenía color en sus mejillas, sus labios estaban secos como paja y tenía la mirada perdida. Cuando Flavio le preguntaba que le ocurría, era como estar hablando con un tronco viejo y vacío por dentro.
Después de días de incertidumbre, Flavio no aguantó más y decidió llevarla al médico del municipio, pero al ver la inusual enfermedad de la joven, le recetó somníferos, los cuales Emilia escupía por miedo a quedarse dormida y no volver a despertar nunca más. Luego, visitaron a los curanderos intentando buscar otra solución, de ahí salieron con un puñado de hierbas cuyas infusiones revolvían las entrañas de Emilia, al punto de terminar devolviendo todo el menjurje que Flavio le había preparado.
Un día en la plaza, Flavio se topó con el brujo del pueblo, quien era experto en amarres, remedios para la infertilidad y soluciones para la impotencia sexual. El brujo, acercándose sigiloso y abriendo su boca desdentada con aliento a azufre, le susurró al oído el diagnóstico de su mujer: —Está maldita —.
El hombre quedó patidifuso y confundido; alguien en ese lugar había maldecido a la buena de Emilia que nunca haría mal a nadie. Volvió a casa y decidió sentarse en el balcón al lado de su mujer, que solo se movía de allí cuando debía ir al baño a hacer sus necesidades. Flavio pensó, que uno de sus vecinos la envidiaba, por eso, observó durante la tarde a todo aquel que pasaba por enfrente de su casa. Intentando dar en el clavo con el causante de las penurias de Emilia, el resultado lo dejaría peor, ya que cinco mujeres en total fueron las que contó que podrían estar tras la dichosa maldición.
Emilia ahora era la noticia del pueblo, no existía casa que no hablara de ella durante el almuerzo, la mayoría creían que era mal de ojo y terminaría por pasárselo a todos. Muchos temían ir a la cama y no poder conciliar el sueño, de esa forma los somníferos de la farmacia, la melisa, la pasiflora y la valeriana de la verdulería se agotaron, y tuvo que ser necesaria la intervención del corregimiento quienes mandaron más insumos al pueblo.
Emilia ya no era capaz de discernir la realidad y empezó a sufrir de alucinaciones. Desde su balcón, veía como un grupo de mujeres albinas muy altas pasaban montadas en caballos del mismo color. Otras veces, un cóndor con las plumas enmarañadas, de uñas largas y con el pico casi desgarrado, le invitaba a ir con él para que le ayudara a terminar su proceso. Poco a poco no solo ella era la distraída del pueblo, casi todos andaban como atontados gracias a la ingesta de tanta hierba. Flavio era el único que no creía que fuera pegadizo lo de su mujer, no necesitaba tomar nada para dormir, puesto que podía conciliar el sueño sin ningún problema, él más bien creía lo de la supuesta maldición que alguien le había echado. Se dejaba atormentar durante el día, sintiéndose culpable por la condición de Emilia, pues era él, el único responsable de toda esa situación. La gente estaba más nerviosa y evitaban pasar por enfrente de la casa de Emilia y Flavio, no soportaban verla somnolienta sentada en el balcón. Las ancianas solían atravesar la calle rezando y con cruz en mano, evitando voltear la mirada hacia la joven, cosa de la que ella ni se percataba.
Emilia ya no solo veía caballos blancos y cóndores que le hablaban, sino que ahora los animales del pueblo también lo hacían, los tamaños de las personas y los objetos tenían formas irregulares y desproporcionadas. Por pocos segundos Emilia salió de su trance para contarle a su marido lo que había visto, pero el hombre perdió los estribos y optó por encargar al cerrajero del pueblo una jaula de 1.5 metros de alto y de ancho y que contara con una pequeña plataforma en donde una persona pudiese sentarse. Puso la jaula en el patio trasero de la casa, en donde estaría alejada de los chismosos y en ella metió a Emilia. Como ella no dormía, no necesitaría una cama, así que en la plataforma permaneció sentada de día y de noche. Mientras tanto, el pueblo estaba hecho un caos, la panadería de la esquina ahora solo vendía pan tieso, en la verdulería las lechugas se habían podrido y las moscas invadieron el lugar; la farmacia tuvo que cerrar al ser atacada con tenacidad por los lugareños que buscaban más somníferos. El bosque ardía puesto que los bomberos se encontraban durmiendo profundamente, ni la alarma del pueblo cumplía su función, ya que todos se acostumbraron con rapidez al molesto sonido.
El dolor que por momentos consumía a Flavio a causa del encierro de su mujer, se aliviaba con rapidez cuando este le llevaba comida y agua de hierbas a la jaula. El domingo siguiente decidió trancar la puerta del patio con un candado macizo que también le había encargado al cerrajero. Al medio día, desde el balcón de su cuarto decidió hacer un anuncio, con megáfono en mano comunicó a los habitantes, que Emilia ya no se encontraba en el pueblo. Ahora vivía con su madre, en una casita donde terminaban las montañas y brotaba el mar y era posible que jamás regresara. La alegría y la algarabía invadió el pueblo, ese día hicieron una fiesta y todos asistieron. Mataron las gallinas más gordas, vistieron sus mejores trajes y se bebieron hasta el vino de consagrar; solo júbilo se respiraba en el pueblo y poco a poco, con la llegada del crepúsculo, fue cayendo dormido cada uno de los habitantes. Flavio recorrió las calles, por doquier los cuerpos desvanecidos estaban esparcidos, el médico, las cinco mujeres y hasta el cura, cada uno de ellos dormían a ronquidos. Flavio también se fue a casa y durmió profundo durante treinta y dos horas seguidas. Con el paso de los días, los lugareños se olvidaron de Emilia y no volvieron hablar de aquel episodio ocurrido en el pueblo. Flavio dormía cada noche como un condenado y algunas veces se dejaba acompañar por alguna de las cinco mujeres.
Un día, un fuerte olor a flores frescas lo despertó, buscó por toda la casa, pero hacía muchos años que ninguna flor se había visto en la vivienda. Finalmente, el olor lo llevó al patio trasero, aquella puerta no la había vuelto abrir desde la última vez que le había dado de comer y beber a Emilia y en ese momento se acordó de su mujer. La jaula era un gran cubo de enredaderas, los barrotes ya no se podían ver ni tampoco su contenido. En el mismo patio, encontró un machete con el que despedazó las ramas y dentro de ellas encontró miles de pétalos de margaritas blancas, que el viento se llevó recorriendo las calles del pueblo. Los habitantes que observaron la panda de pétalos lo consideraron un milagro, pues pensaron que la virgen les había ido a visitar y ahora el pueblo olía a flores frescas. La gente observó como los pétalos se elevaban cada vez más, hasta llegar a la cumbre de las montañas. Los feligreses organizaron una excursión para localizar los aposentos de la virgen que les llevó un par de días para encontrar.
Cuando llegaron allí, encontraron un montón de cabellos negros, uñas humanas muy largas y el pico de un cóndor. Las hojas de las margaritas estaban marchitas y el lugar no olía a las flores frescas sino a despojos. Aun así, decidieron formar un altar, a donde los lugareños iban con frecuencia a adorar a la virgen, ignorando por completo que aquellos despojos eran de la mujer a la cual temieron por días. Para ese entonces Emilia ya se encontraba muy lejos del lugar. Ayudó al cóndor de sus alucinaciones a arrancarse su pico y con el que le creció al ave, ayudó a Emilia a arrancarse el pelo y las uñas. Juntos caminaron durante días, recorrieron valles y ciénagas, dejaron atrás aquel pueblo, hasta que encontraron una montaña nueva.
L. J. Rodríguez